Espíritu Santo y la comunicación
Fabián Echenique
La venida del Espíritu Santo y sus primeros efectos en los Apóstoles es una contratara de un relato alegórico correspondiente al antiguo testamento: el de la torre de Babel. Recordemos el relato bíblico acerca de los primeros hombres que se habían puesto un objetivo: llegar al cielo. El modo de hacerlo fue construir una torre altísima. En su ingenuidad esperaban llegar hasta donde se encontraba Dios y, estando allí, apropiarse de los atributos divinos. Algo así como un segundo intento de ser como dioses (el primero había sido comer del fruto prohibido en el Edén). Dice el relato que al ver Dios su soberbia tomó una medida interesante: confundió las lenguas y los constructores no pudieron comunicarse más entre si. Esto impidió que aquella obra inútil siguiera adelante. Es además un recurso simbólico para referir el origen de los diferentes idiomas que hay en el mundo.
Y ya en el Nuevo Testamento, más precisamente en Los Hechos de los Apóstoles, sucede lo contrario por acción del Espíritu Santo. Al entrar el Paráclito en el corazón de los Apóstoles, éstos adquieren la capacidad de hablar en diferentes lenguas, de modos que gente de todas las procedencias los escuchaban proclamar las maravillas de Dios.
Ya lo había dicho Jesús: “Yo hago nuevas todas las cosas.” Luego de su ascensión a los cielos, cumplida su misión redentora, nos envía el Espíritu de vida. Y en este hecho de otorgar el don de lenguas hay una intención muy clara: Dios quiere que los hombres se comuniquen, saltando la barrera de las culturas. Lo distinto es que ya no es la soberbia humana la que domina esa comunicación, si no la Fe.
Lo interesante es que tanto antes como ahora el objetivo es llegar a donde habita Dios. Primero con una torre, demostrando la ignorancia y el capricho del hombre cuando actúa por si mismo. Ahora el modo de llegar al cielo es diferente: creyendo, anunciando y viviendo los mandamientos de Dios.
Pocas veces nos ponemos a pensar en algo tan cotidiano y común para nosotros como lo es la comunicación. Lo sucedido en Babel es una demostración de lo que puede suceder cuando simplemente no podemos entendernos. Cualquier empresa se vuelve imposible. Lo que pasó miles de años después, con la venida del Espíritu Santo, es también una enseñanza: para hacer la obra de Dios es preciso dialogar, intercambiar ideas, conocernos, aconsejarnos, pedir ayuda. Un grupo de personas que se comunica puede constituir una comunidad. Y si las moviliza la Fe, serán comunidad cristiana.
No es cuestión menor entonces cuando en nuestras comunidades los enfrentamientos, el orgullo, el rencor, la soberbia interrumpen la comunicación. Aún cuando cada uno siga cumpliendo su rol, la falta de diálogo afectará a todos.
Sucede así cuando en las familias los padres no dialogan. Aunque sigan juntos, sus hijos resultan afectados por esa incomunicación que es señal de desamor.
La capacidad de comunicarnos, de comprendernos, de escuchar antes de hablar, es un don que hemos recibido de Dios. Es uno de los rasgos de semejanza que tenemos con Él, puesto que Padre, Hijo y Espíritu Santo son uno por la comunicación amorosa y eterna entre ellos. En ese don se sustenta la comunidad que llamamos Iglesia.
Seguramente todos los creyentes tenemos una misma aspiración: llegar a donde habita Dios. Ya vemos que existe un camino ilusorio y otro real para alcanzar semejante meta. El ilusorio es pretender lo de los hombres de Babel: elevarme sin considerar mis limitaciones, contando tan sólo con los demás, tan débiles como yo. En cualquier momento, aun hablando la misma lengua, terminaremos peleando y tratando cada uno de hacer las cosas a su manera. El resultado será el derrumbe de lo poco construido.
El camino real es dejarnos elevar por el Espíritu Santo. Ya no es necesario ir a robar ningún atributo divino puesto que el mismo Dios nos los trae al mundo como regalo. Contando con Él y afirmados en la comunidad de cristianos, podemos llegar bien alto para descubrir que siempre tuvimos un hogar en el cielo.