Santísima Trinidad: comunidad de amor
Fabián Echenique
Acabamos de celebrar en la Iglesia la festividad de la Santísima Trinidad, ubicada justo entre Pentecostés, que tiene como protagonista al Espíritu Santo, y Corpus Cristhi, en la que el cuerpo y sangre de Cristo ocupa el centro de atención. Y entre las dos, con toda intención, esta Fiesta, que nos hace meditar acerca de la naturaleza de Dios: ser tres y uno al mismo tiempo, por eso aquello de tres personas distintas y un solo Dios verdadero que leemos en el Catecismo.
Hagamos un ejercicio, intente pensar a Dios, ¿cómo se lo imagina? ¿Qué imagen viene a su mente? He hecho esta pregunta a muchas personas para ver qué responden. Los más clásicos se imaginan a Dios como un anciano de larga barba blanca, algo calvo, sentado en una nube observando el mundo. Muchos otros relacionan la figura de Dios con la de Jesús, un hombre alto de cabello algo largo, un rostro muy bello, barba… al estilo de la imagen del sagrado corazón. Los menos se imaginan a Dios como una energía luminosa presente dentro y fuera de nosotros. Bueno, lo común en todos los casos es que solemos pensar a Dios en soledad. Y en tal caso lo estamos representando mal. Porque no importa tanto si tiene barba, cosa que no creo o si es la luz que apaga las tinieblas. Lo importante en Dios es que siempre son tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si alguien lo imaginó espontáneamente como tres personas, entonces acertó.
Es que lo esencial en Dios es la relación de amor que existe entre estas tres personas. Santo Tomás decía que la relación subsistente, o sea que jamás se termina, es lo esencial, lo principal en la naturaleza divina. Su pensamiento era revolucionario para la edad media, pero lo cierto es que tan sólo estaba diciendo lo que la Biblia ha contado desde siempre.
Fíjese que interesante. Si yo tuviera que dividir la Biblia según el protagonismo del Padre, el Hijo o El Espíritu Santo lo haría así: Antiguo Testamento, el Padre. Nuevo Testamento, Evangelios y Apocalipsis, el Hijo. Nuevo Testamento, Epístolas y Hechos de los Apóstoles, El Espíritu Santo. Y aún así no tenemos tres Biblias, si no tan sólo una. ¿Por qué? Porque todo El Antiguo Testamento es también un anticipo de la venida de Cristo. Porque Cristo confirma lo escrito en el Antiguo Testamento, funda la Iglesia y anuncia la venida del Espíritu Santo. La Iglesia animada por el Espíritu Santo sale a predicar el Evangelio de Cristo. Es decir, la Biblia es una porque todo está relacionado.
Así pasa con Dios.
Estas tres personas distintas viven en un amor perfecto. Ese amor perfecto las anima a comunicarse. Su comunicación es perfecta. Forman así una comunidad perfecta, tan perfecta que se vuelven uno. A esa comunidad los hombres la llamamos Dios.
Bueno, pero esto tiene consecuencias en nosotros. Los hombres hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (las mujeres también, incluso creo que su semejanza es mayor). Y si es así, nuestro mayor parecido con el creador es esa necesidad de estar unos con otros que nos distingue como especie. El hombre sólo es hombre en relación con los demás. Sin los otros es un ser incompleto, enfermo.
Y esta idea es una de las tantas que justifica la necesidad de formar parte de una Iglesia. Vivimos un amor imperfecto. Por ese amor imperfecto nos comunicamos de manera imperfecta con los demás. Y comunicando un amor imperfecto, al estilo humano, formamos una Iglesia. La pregunta es, ¿cuánto puede durar una Institución asentada en imperfecciones? No mucho seguramente. La Iglesia tiene casi dos milenios. Lo particular con ella es que sus imperfecciones son corregidas por la presencia de Dios. Cristo como cabeza, el Espíritu Santo como alma, los hombres como miembros solidarios y Dios Padre como origen y meta.
Es así que la Fe en la Santísima Trinidad nos lleva a amar y comprender más a esta Iglesia de la que formamos parte. Nos ayuda a entender que Dios nos hizo distintos para que aprendamos a comunicarnos y enriquecernos compartiendo dones y talentos, complementando lo que somos como sucede en la Santísima Trinidad.
Dios es comunidad de amor. Y quiere que también nosotros lo seamos. ¿Seremos capaces de llevar esta misión a su plenitud? En esa meta se resume el ideal que persigue la Iglesia en cuya barca de dos mil años vos y yo estamos. Sigamos remando.