UN NUEVO PENTECOSTÉS
Fabián Echenique
Los discípulos sentían miedo. Tenían motivos sobrados para estar asustados, para ocultarse de la mirada del pueblo, para reunirse a puertas cerradas procurándose mutuos consuelos. Jesús había sido crucificado, lo habían maltratado con saña y seguramente harían lo mismo con el que se atreviera a defender su nombre. Había muchos cristianos por allí pero sus bocas estaban cerradas frente a lo que el corazón les gritaba.
Una sola presencia los animaba, les daba consuelo, les ofrecía sostén frente a una prueba tan amarga: María. Ella, que hasta algunos días atrás fuera la madre de su Maestro ahora era la madre de todos. Y como tal se portaba: escuchándolos, abrazándolos, animándolos, contagiando esperanza.
Sentían miedo, sí… ¿y cómo podrían cumplir entonces la misión que se les encomendaba? ¿Cómo continuar en el mundo la siembra de amor que Jesús había iniciado? Esas dudas se multiplicaban en la pequeña casa en la que se ocultaban.
Por eso, cuando Jesús se apareció entre ellos, lo primero que les dijo fue: “La paz esté con vosotros”. Y descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Desde ese momento abrieron puertas y ventanas, salieron a predicar a la luz del día y frente a amigos y enemigos que Cristo había resucitado. La angustia se volvió paz y el miedo tornó en valentía.
Nosotros necesitamos nuestro Pentecostés. También se oculta en nuestro corazón el nombre de cristianos. Se oculta porque le tememos al mundo, al ridículo, al desprecio, a la indiferencia, al rechazo. Y no sólo es miedo. Nos falta también la paz. Estamos en conflicto entre lo que queremos ser y lo que conviene que seamos. Queremos ser de Cristo, pero conviene a nuestro egoísmo rechazarlo. Queremos llevar una vida santa, pero conviene a nuestros deseos buscar el placer y los beneficios personales.
Hoy también Cristo viene a tu encuentro. La casa del nuevo Pentecostés es la Iglesia. Los nuevos discípulos son los miembros de tu comunidad y María sigue estando allí, como ayer muy cerca de sus hijos. Cristo resucitado viene cada día en la Eucaristía y busca ansioso, entre todos los presentes, tu rostro para decirte también: “la paz esté contigo”. Si aceptas esa paz, ya no habrán dudas en tu corazón y se te dará un Espíritu de sabiduría y fortaleza, de piedad y entendimiento; de ciencia, consejo y santo temor de Dios. Y cuando hables de Cristo tus palabras serán semilla; y cuando te ataquen por tu Fe te sentirás feliz de compartir la suerte de los mártires; y cuando vivas de acuerdo a lo que predicas gustarás en esta misma vida el dulce anticipo de lo que te espera en la eternidad.